martes, enero 16, 2007

Sobre el camino...

¿Cómo puedo encontrar El camino?, es una pregunta que muchas veces nos asalta durante el transcurso de nuestra vida. La respuesta es difícil; aunque existen cientos de libros de autoayuda con leyes espirituales del éxito, metáforas baratas sobre monjes y ratones, ninguna guía es válida cuando se trata de algo tan complejo como el ser humano. Sí, puede que a muchas personas les funcione la autoayuda (por algo vende tanto), pero la esencia de la vida que tanto anhelamos poseer está fuera de cualquier texto.


Esto podría resumirse a las palabras que repetía un queridísimo amigo mío haciendo alusión al famoso (¿escritor?, creo que los que escriben en el género de la autoayuda, con mis respetos, necesitan otro gentilicio, sería una desgracia poner a Kafka o a Dostoievski en el mismo plano del inventor de ¿Quién se ha llevado mi queso?… ¿no?) Deepak Chopra. Mag, el compañero en cuestión, solía sentarse en una esquina de mi cuarto mientras hojeaba los libros de Chopra con una mueca sardónica, chasqueando la lengua con su paladar y agitando su cabeza de un lado a otro repitiendo: “Bond, la autoayuda peca de superflua y hippie; cualquiera con 4 dedos de frente sabe que es imposible decirle a un preso que es violado a diario: tranquilo amigo, perdónalos y déjalo fluir; sonríele a la vida“. Sintetizando las palabras de mi camarada, cualquier manual o guía de cómo vivir la vida o qué hacer con ella queda obsoleto: sólo podemos atenernos a la experiencia y en base a ella escribir y reescribir nuestro propio manual de cómo vivir.


No debemos olvidar que la verdad absoluta o el camino perfecto (ese que, en teoría, poseen Dios/Buda/Alá/Elvis y otras deidades) no éxiste. Podemos imitarlos, tomar sus enseñanzas, pero después de mucho andar por la vida, lo único que debe reinar en nosotros es nuestra verdad. Esa que obtenemos de nuestros errores y aciertos, esa que es independiente del que vayamos a la iglesia o nos atiborremos de pastillas como El Rey, esa que toma un poco de esto y de aquello, esa que definió Herman Hesse en Sidhartha, esa que única y exclusivamente nos pertenece. Para culminar, me despido con las sabias palabras de alguien que consiguió su camino y que, mejor que nadie, puede hablar al respecto: Marcel Proust.


No hay hombre –me dijo-, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado palabras que no le gusta recordar y quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguir de haber llegado a la sabiduría, en la medida de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas u odiosas que la preceden. Ya sé que hay muchachos, hijos y nietos de hombres distinguidos, con preceptores que les enseñan nobleza de alma y elegancia moral de escuela. Quizá no tengan nada que tachar de su vida, acaso pudiesen publicar sobre su firma todo lo que han dicho en su existencia, pero son pobres almas, descendientes sin fuerza de gente doctrinaria, y de una sabiduría negativa y estéril. La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o el perceptor: comenzaron de muy distinto modo, sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. Comprendo que ya no reconozcamos la imagen de lo que fuimos en un primer período de nuestra vida y que nos sea desagradable. Pero no hay que renegar de ella, porque es un testimonio de que hemos vivido de verdad con arreglo de las leyes de la vida y del espíritu y que de los elementos comunes de la vida, de la vida de los estudios de pintor, si de un pintor se trata, hemos sacado alguna cosa superior
Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor